La campana de la verdad

24 marzo 2016 | Mis­ce­lá­nea

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En la anti­gua China corría una leyenda sobre la exis­ten­cia de una cam­pana mis­te­riosa en un lejano tem­plo budista. Se cono­cía como La Cam­pana de La Ver­dad.

Un día se pro­dujo un robo en uno de los pala­cios de la ciu­dad, sin dejarse ras­tro. Tras varias pes­qui­sas fue­ron dete­ni­dos cinco hom­bres, de no muy buena fama en el lugar, y lle­va­dos ante el Juez. Pero no había prueba de cargo: no había tes­ti­gos, no le encon­tra­ron los bie­nes sus­traí­dos; y por supuesto los cinco se decla­ra­ron ino­cen­tes de los hechos por lo que fue­ron acu­sa­dos.

El Juez no podía con­de­nar a nin­guno de ello, no tenía prue­bas, pero sen­tía una gran pre­sión por el dueño del pala­cio que que­ría ver encar­ce­lado a quien le había arre­ba­tado sus pre­cio­sas per­te­nen­cias. Y enton­ces se acordó de la mis­te­riosa cam­pana. Había oído hablar de ella, pero era una leyenda. Solo una leyenda. Aún así, deci­dió some­ter el caso a su mis­te­rio.

Dijo: «Ante la gra­ve­dad de los hechos, mi con­ven­ci­miento de que entre los acu­sa­dos está el ladrón y la falta de prueba para con­de­nar, he deci­dido some­ter la deci­sión a La Cam­pana de La Ver­dad, que durante siglos ‑en ese momento le falló la voz por su poco con­ven­ci­miento en tal afir­ma­ción- ha hecho jus­ti­cia ante casos sin­gu­la­res, dis­tin­guiendo a quien dice la ver­dad de quien miente. Mañana a pri­mera hora ire­mos al tem­plo, pues está a un día de camino».

Los acu­sa­dos fue­ron reti­ra­dos, y el Juez dis­puso lo nece­sa­rio para el viaje al tem­plo, orde­nando a su ayu­dante que par­tiera esa misma tarde para pre­pa­rar el tem­plo según sus indi­ca­cio­nes.

Templo budista en el que se custodia La Campana de La Verdad

Tem­plo budista en el que se cus­to­dia La Cam­pana de La Ver­dad

Antes de la pri­mera luz del día, la comi­sión, los acu­sa­dos y no pocos curio­sos ya esta­ban de viaje hacia el tem­plo budista. En el largo viaje ocu­rrie­ron algu­nas anéc­do­tas que en otro momento con­taré. Fue­ron reci­bi­dos por los mon­jes del tem­plo, y por su ayu­dante. Ya caía el día, el sol se había puesto.

La cam­pana se encon­traba en la sala de los Reyes Celes­tia­les, en un lugar con ya poca ilu­mi­na­ción. El Juez y todos los pre­sen­tes se reu­nie­ron en la ante­sala y diri­gién­dose a los acu­sa­dos, dijo: «Decís que sois ino­cen­tes, pero solo La Cam­pana de La Ver­dad os podrá dar la razón. Debe­réis entrar en la Sala de los Reyes Celes­tia­les de uno en uno, de rodi­llas os acer­ca­réis a la cam­pana y pon­dréis vues­tras manos sobre ella diciendo ‘soy ino­cente’. Si la cam­pana guarda silen­cio, habréis dicho la ver­dad. Si la cam­pana suena, habréis men­tido».

A con­ti­nua­ción, vol­vió a pre­gun­tar a los acu­sa­dos: «¿insis­tís en vues­tra ino­cen­cia?». Los cinco asin­tie­ron, y empezó la prueba defi­ni­tiva. Se le dio orden al pri­mero de ellos para que entrara en la penum­brosa sala. Hubo silen­cio y salió. Y así el segundo, el ter­cero, el cuarto y hasta el quinto. Los cinco se some­tie­ron a La Cam­pana de La Ver­dad y no se pro­dujo nin­gún sonido. El ros­tro de los cinco era de de tran­qui­li­dad, pues por fin se veían en liber­tad.

«He de dic­tar sen­ten­cia con­forme al resul­tado de esta prueba ‑mani­festó solem­ne­mente el Juez diri­gién­dose a los acu­sa­dos- y para ello ense­ñadme las pal­mas de vues­tras manos». Los acu­sa­dos, extra­ña­dos exten­die­ron sus manos y tras unos ins­tan­tes, seña­lando al que estaba en segundo lugar empe­zando por su izquierda, sen­ten­ció el Juez: «Tu has sido el ladrón, y eres con­de­na­dos a la pena capi­tal; y ade­más, me has men­tido».

Ante el asom­bro de todos los pre­sen­tes, ya que la cam­pana no había sonado en nin­gún caso, explicó: «Que la cam­pana sepa dis­tin­guir la ver­dad de la men­tira es una leyenda, que durante siglos ha con­vi­vido entre noso­tros lle­gán­dose a tener por cierta, pero es solo una leyenda. Ayer dis­puse que a nues­tra lle­gada la cam­pana estu­viera tiz­nada, y la sala en penum­bras. Los que entre voso­tros tuvie­rais la con­cien­cia lim­pia por no haber par­ti­ci­pado en el robo, obe­de­ce­rías mi orden y pon­drías las manos sobre la cam­pana. El ladrón, cre­yendo que la cam­pana le dela­ta­ría, se abs­ten­dría de poner sus manos sobre ella, evi­tando así sin saberlo tiz­narse sus manos. Y así ha resul­tado».

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