La campana de la verdad
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En la antigua China corría una leyenda sobre la existencia de una campana misteriosa en un lejano templo budista. Se conocía como La Campana de La Verdad.
Un día se produjo un robo en uno de los palacios de la ciudad, sin dejarse rastro. Tras varias pesquisas fueron detenidos cinco hombres, de no muy buena fama en el lugar, y llevados ante el Juez. Pero no había prueba de cargo: no había testigos, no le encontraron los bienes sustraídos; y por supuesto los cinco se declararon inocentes de los hechos por lo que fueron acusados.
El Juez no podía condenar a ninguno de ello, no tenía pruebas, pero sentía una gran presión por el dueño del palacio que quería ver encarcelado a quien le había arrebatado sus preciosas pertenencias. Y entonces se acordó de la misteriosa campana. Había oído hablar de ella, pero era una leyenda. Solo una leyenda. Aún así, decidió someter el caso a su misterio.
Dijo: «Ante la gravedad de los hechos, mi convencimiento de que entre los acusados está el ladrón y la falta de prueba para condenar, he decidido someter la decisión a La Campana de La Verdad, que durante siglos ‑en ese momento le falló la voz por su poco convencimiento en tal afirmación- ha hecho justicia ante casos singulares, distinguiendo a quien dice la verdad de quien miente. Mañana a primera hora iremos al templo, pues está a un día de camino».
Los acusados fueron retirados, y el Juez dispuso lo necesario para el viaje al templo, ordenando a su ayudante que partiera esa misma tarde para preparar el templo según sus indicaciones.
Antes de la primera luz del día, la comisión, los acusados y no pocos curiosos ya estaban de viaje hacia el templo budista. En el largo viaje ocurrieron algunas anécdotas que en otro momento contaré. Fueron recibidos por los monjes del templo, y por su ayudante. Ya caía el día, el sol se había puesto.
La campana se encontraba en la sala de los Reyes Celestiales, en un lugar con ya poca iluminación. El Juez y todos los presentes se reunieron en la antesala y dirigiéndose a los acusados, dijo: «Decís que sois inocentes, pero solo La Campana de La Verdad os podrá dar la razón. Deberéis entrar en la Sala de los Reyes Celestiales de uno en uno, de rodillas os acercaréis a la campana y pondréis vuestras manos sobre ella diciendo ‘soy inocente’. Si la campana guarda silencio, habréis dicho la verdad. Si la campana suena, habréis mentido».
A continuación, volvió a preguntar a los acusados: «¿insistís en vuestra inocencia?». Los cinco asintieron, y empezó la prueba definitiva. Se le dio orden al primero de ellos para que entrara en la penumbrosa sala. Hubo silencio y salió. Y así el segundo, el tercero, el cuarto y hasta el quinto. Los cinco se sometieron a La Campana de La Verdad y no se produjo ningún sonido. El rostro de los cinco era de de tranquilidad, pues por fin se veían en libertad.
«He de dictar sentencia conforme al resultado de esta prueba ‑manifestó solemnemente el Juez dirigiéndose a los acusados- y para ello enseñadme las palmas de vuestras manos». Los acusados, extrañados extendieron sus manos y tras unos instantes, señalando al que estaba en segundo lugar empezando por su izquierda, sentenció el Juez: «Tu has sido el ladrón, y eres condenados a la pena capital; y además, me has mentido».
Ante el asombro de todos los presentes, ya que la campana no había sonado en ningún caso, explicó: «Que la campana sepa distinguir la verdad de la mentira es una leyenda, que durante siglos ha convivido entre nosotros llegándose a tener por cierta, pero es solo una leyenda. Ayer dispuse que a nuestra llegada la campana estuviera tiznada, y la sala en penumbras. Los que entre vosotros tuvierais la conciencia limpia por no haber participado en el robo, obedecerías mi orden y pondrías las manos sobre la campana. El ladrón, creyendo que la campana le delataría, se abstendría de poner sus manos sobre ella, evitando así sin saberlo tiznarse sus manos. Y así ha resultado».
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